Por Jessica Oliva
¿Por qué?
Por la conmoción. El tumulto interno agolpándose en la garganta para cuando empezaron a subir los créditos. Dos o tres personas aplaudieron y por un segundo sentí que debía unirme. ¿Quién puede escapar a las imágenes de una madre desbaratándose ante el rapto de una hija? ¿a las de la pérdida de una amistad y el abandono del hogar? Empiezo este texto por los momentos finales de Noche de fuego (México, 2021) porque es ahí en donde empezó la pelea interna y donde parece concretarse algo nuevo en el cine de Tatiana Huezo (Tempestad, 2016): el esfuerzo por dejar una impresión inapelable (y bien conocida) en nuestro ánimo.
Y lo consigue. La ola es implacable y me revuelca varias veces antes de levantarme de mi asiento. La tristeza, la desesperanza, la indignación. También la desconfianza, que siempre llega de aguafiestas cada que respondo de forma visceral a una película. Surgen las preguntas. ¿Por qué no podemos escapar a las convenciones de ese final que nos precipitan –a diferencia de lo que sucedía en el trabajo anterior de Tatiana– por una resbaladilla emocional ya conocida?
Me resisto a esas dudas en un inicio. Pienso que es inevitable sentirse involucrada con esta, la primera ficción de la documentalista. La historia de lo que es ser niña, adolescente, mujer y madre en un lugar de desapariciones anunciadas. Me sobrecoge la certeza de que para desvanecernos solo se necesita que nos vean. Que el enemigo nos eche los ojos encima y nos identifique como botín. ¿Qué ropa debemos usar para no llamar su atención? ¿Acaso esta falda es demasiado llamativa? Cuando Rita (Mayra Batalla) sorprende a su hija con los labios pintados de rojo su mirada se llena de pánico, de ese que a las mamás les brota en forma de manazos y furia. En la comunidad en la que viven, ubicada en la sierra occidental, es mejor no encajar con lo estereotípicamente femenino, cortarle las melenas a las niñas y esconderlas en la tierra. Mucho antes de desaparecer la consigna es volverse invisibles, recortarse y pensar en estrategias para convertir al propio cuerpo en un lugar más seguro. ¿Cómo habitar un cuerpo que no debe verse?

Hay que desaparecer del mundo para no desaparecer. Pero Ana y sus dos amigas están creciendo y no pueden evitar el impulso de vivir, aún si es en los resquicios que deja la violencia. La mirada de la cineasta es fina al concentrarse en los distintos universos que construyen la infancia: la amistad, los cuidados, la docencia. La ficción nos permite ubicarnos en distintos frentes y esbozar una comunidad sumida en el silencio y el abandono, cuyas riquezas humanas y naturales están a merced de criminales y explotadores. También nos invita a uno que otro espacio que quedará en la memoria de las niñas, porque ahí sus madres y el resto de las mujeres susurran lo que no se dice en voz alta en otros lados. Es el caso de la estética del pueblo, desde cuyas ventanas se puede ver a los gendarmes organizándose, a las camionetas pick up atravesando ominosamente la calle.
¿Por qué percibo distancia con el universo infantil y adolescente que se me presenta? ¿Qué me mantiene fuera? El afán descriptivo propio del documental da paso a lo simbólico sobre todo cuando la película acompaña las vivencias de las tres amigas, quienes pasan de niñas a adolescentes con fluidez –aún cuando implica un cambio de elenco–. Vemos en sus juegos y escapadas lo que necesitamos ver como adultas: un abrazo que une cuando la realidad se quiebra; dos caritas que sincronizan sus gestos (y, por lo tanto, sus almas) en un plano calculado y simétrico.
¿Qué caracteriza a la mirada de la infancia?, me pregunto, después de platicar con una amiga crítica, para quien se trata de una perspectiva que no se desarrolla del todo en Noche de fuego. Ella me menciona a Verano 1993 (España, 2017), de Carla Simón; yo me descubro con sorpresa pensando en La vida de calabacín (Suiza, 2016), una animación, sí, pero que captura la resiliencia infantil ante una vida hostil y limitada. Es probable que en la infancia y la adolescencia de Noche de fuego haya más metáforas visuales que libertad. Una sábana roja perfectamente estirada y colocada sobre la pequeña protagonista, inmovilizándola, nos subraya la asfixia de crecer en un contexto de violencia. Aquí, las herramientas de la ficción se usan para enviarnos mensajes.

Pero en Noche de fuego también encontramos la sutileza de las posibilidades truncas, la violencia como un agente que nos disminuye en todo sentido y que mutila las potencias colectivas e individuales. Un buen maestro debe eventualmente abandonar su puesto, los cabellos frondosos y largos deben ser cortados, los momentos entre una madre con su hija mueren en los sobresaltos y las caminatas inocentes a la escuela se convierten en veneno gracias a los pesticidas que se echan del cielo para cuidar del cultivo de amapola. Fueguitos que arden y que se extinguen. El pueblo activa su autodefensa pero no antes de que se vuelva urgente huir.
También pienso en la representación, tan olvidada, de los cuidados de la sobrevivencia, protagonizados aquí por Mayra Batalla y que incluyen enseñar a su hija mediante juegos a afinar su oído para distinguir los sonidos e identificar su ubicación. ¿Ese pájaro está cantando cerca de la casa? ¿Esos disparos provienen de la escuela? Se trata de la crianza como el entrenamiento para hacernos las muertitas, camuflarnos con el paisaje y estar alertas a los ruidos de los depredadores. “Las piedras no son seres vivos”, le dicen los compañeros del salón a una niña que, al exponer, ha dicho lo contrario. En esta comunidad, las vivas son piedras.
Ante el trauma es necesario contarnos nuestra propia historia. ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? ¿Qué buscamos en las narrativas y las imágenes sobre desaparición forzada? En el cine mexicano las exploraciones sobre la ausencia y los vacíos que deja el horror se han asentado principalmente en el documental: en poner a cámara los rostros desgarrados de quienes sobreviven para reverberar su dolor. Algunos trabajos son más sensibles y empáticos que otros, aunque la mayoría camina los mismos trayectos, exprimiendo las mismas experiencias, visuales y humanas. El resultado no es el de ver distinto sino el de encender una indignación de mecha corta. ¿Sería muy exagerado decir que hemos llegado a un punto en donde el lenguaje fracasa más veces de las que triunfa?

De ahí que Tempestad, el documental anterior de Tatiana Huezo, provocara tal impacto cuando se estrenó. La historia de horror de dos mujeres, acompañada por imágenes poéticas de una geografía tempestuosa, revelaba la voluntad y el éxito de ir más allá de la explotación efectista del dolor ajeno. Noche de fuego comparte sutilezas aunque termine por ceder, sobre todo hacia su final, a imágenes que reactivan las mismas relaciones emocionales que los espectadores han establecido ya con este tipo de historias sobre la violencia y la desaparición forzada. Me gusta pensar que es posible construir nuevas conexiones con la audiencia a través de la ficción.
También me gusta imaginar que estamos al inicio de una búsqueda. Sin señas particulares (México, 2020), de Fernanda Valadez y Astrid Rondero, y Noche de fuego, de Tatiana Huezo (y a las que probablemente se les una pronto Ruido, de Natalia Beristáin), revelan un ímpetu reciente por parte de las cineastas mexicanas de utilizar las herramientas de la ficción para indagar en las heridas de un México devastado, que descansa bajo la tierra sin que pueda ser encontrado. La filmografía de Tatiana ha sido una búsqueda en sí misma de las formas en las que podemos mirar nuestras heridas. Su cine siempre me habita, me descoloca y me cambia. Por el momento, pensar en Noche de fuego me conduce de nuevo a Tempestad.
¿Por qué?
Jessica Oliva (1985). Editora y periodista.
Leo, escribo, bailo y me desvelo. Estudio
sobre comunicación y empatía, cine,
cuidados, resistencia y cansancios.