El incontrolable deseo de verse

Por Arantxa Luna

Tengo muy pocos recuerdos de mi imagen en la pantalla. De verme. Uso “verme” no para referirme precisamente a mí, a Arantxa. El “verme” es el sinónimo de una fisonomía, de ciertas experiencias, de ciertas historias, de toda una geografía identificada en distintos lugares del Estado de México. 

Pero me veía poco. En cambio, muchísimas veces vi un Nueva York, un París, un Londres, una Italia… lugares casi siempre idílicos habitados por personas extranjeras, perfectas, hermosas. Buena parte de mi imaginario audiovisual se construyó a través de lejanías que tuve que hacer cercanas, como piezas de rompecabezas forzadas a encajar. 

Pero la verdad es que prefería esos cuentos de hadas a la experiencia de ver a personas parecidas a mí entregadas a una espiral de oscuridad, marcadas por un funesto destino, obtenido muchas veces por decisiones irracionales. La gente que vivía en un barrio (como yo), que tenía la piel morena (como yo), que hablaba “ñerón” (como yo), que vivía en casas de lámina sobre calles sin pavimentar (como yo), eran “malvadas” e infelices por naturaleza. No había explicación ni entendimiento de por medio. Simplemente eran así. Pues entonces mejor le cambio a Titanic (Cameron, 1997), al menos ahí los pobres son güeros y guapos. Al menos ahí me evito esta sensación de incomodidad, de tristeza. 

Durante mucho tiempo me compré y asimilé esa incomodidad. Mi formación como espectadora se alimentó de estereotipos, de prejuicios, de discriminación, de racismo, de clasismo, y en ese camino se sumó el dolor de anular mi deseo de mirarme. La vergüenza se me había metido bajo la piel. No podía imaginarme

No tuve un redescubrimiento inmediato. A veces, cuando encontraba algún audiovisual grabado en el Estado de México, sentía un pequeño cosquilleo de curiosidad. Esas calles laberínticas me parecían un secreto que no podía ser develado por las personas que filmaban, había un velo de incomprensión. Nadie es inocente (1986), de Sarah Minter, fue un momento importante para mí porque significó una posibilidad. A pesar de la sensación del safari exótico —repensado con el paso de los años, perdóname Sarah—, me reveló que en esos lugares, donde había crecido, también sucedían historias. 

Esta revelación se adhirió a mi experiencia como espectadora, a mi cabeza, a mi cuerpo y a mi escritura. La primera vez que enuncié esta certeza fue hace dos años cuando en la escuela de cine definí la historia con la que quería graduarme como guionista. Para mí era completamente natural ubicarla en el Estado de México, quería narrar una historia cercana a mí y a mi día a día; en cambio recibí la duda y el menosprecio de casi todos lxs profesorxs. Los comentarios fueron diversos: «Ah, es otro capítulo de La rosa de Guadalupe» (acompañado de una risita), o la negativa de vislumbrar momentos de disfrute en mis personajas (porque en el Estado de México todo es gris y triste). Mi decisión fue puesta en duda todo el tiempo, pero, por el contrario, jamás vi que pusieran en duda a colegas que querían ir al Estado de México a filmar «en el barrio» para darle «más realismo y oscuridad» a sus ejercicios.  

Todo aquel desprecio que había experimentado como mujer del Estado de México, en la industria del cine, lo veía verterse en mis propias historias. Fue difícil. Mentiría si digo que nunca dudé. Cada día me preguntaba si sería mejor narrar otra cosa, buscar una comedia de fórmula, algún drama discreto. Pero me resistí. Terminé ese guion y la decisión de concluirlo significó para mi sentir ese deseo incontrolable de verme. No era yo la de la historia, pero sí eran experiencias, sí era mi geografía, sí era mi color de piel. 

Ese ejercicio de escritura me permitió construir los cimientos de un montón de preguntas que tengo sobre la representación y su importancia para narrar en primera persona. ¿Las he resuelto? La verdad es que no creo resolverlas. Quizá a mí no me toca. Por el momento, disfruto cada momento el pensarlas, sentir que dudo irremediablemente, que las rutas y los trazos de mis historias son imperfectas. 

Ahora, ya no como espectadora, sino desde otro lado, como guionista, he notado la increíble ausencia de pensamiento cuando se quiere narrar la otredad. No sólo se trata de “inventar” una historia, se trata de darle luz a muchas vidas, con todos sus matices y complejidades. Hace poco, en medio de un ejercicio de escritura de una serie de TV, Alejandra Márquez Abella —mi mentora y amiga— me hablaba del dolor que puede existir en la representación, de lo jodido que es pensar que no hay un buen lugar para estar. 

Estas reflexiones nacían de largas sesiones de pensar y construir a G, una de nuestras personajas, una mujer que, por imposición social y racial, está lejos del estatus quo del cine. Pensábamos sobre la necesidad de darle agencia, de dejar de imaginarla sólo como una “víctima” indefensa, de complejizar su historia de vida, y al mismo tiempo tratar de romper cientos de estereotipos. Los días más largos (para bien) han sido pensándola, conscientes de que cualquier decisión como guionistas será siempre cuestionable, pero en donde sabremos que no desistimos en intentar reconfigurar un imaginario. 

Por ahora, no he llegado a una conclusión, me he descubierto pensando en lo molesto que es ver a otrxs narrar realidades que no han vivido, lo molesto que puede ser usar el dolor y las historias de vida de muchas mujeres para ganar en la taquilla, ganar en festivales y subir en la escala social del reconocimiento cinematográfico. Quizá sean las mejores intenciones, quizá haya un afán de denuncia, pero también creo que es el momento de parar y pensar en qué lugar estamos colocando a nuestras personajas, pensar que esos lugares se quedan grabados en otros cuerpos, en otras pieles, en muchas Arantxas, Dianas, Lilianas, Itzeles, Brendas que creen que existe una mirada preconfigurada sobre sus realidades como mujeres del Estado de México, que siempre estarán narradas por ojos externos, ajenos, lejanos. 

En todas esas sensaciones de pensar y repensar cómo narrar a G, Ale y yo coincidíamos que todas estas discusiones deben llevarse a la pantalla de una manera responsable, inteligente, digna buscando dispositivos para posicionar este revoltijo de pensamiento dentro y fuera de las narraciones. Por el momento, quisiera que ninguna morrita mexiquense pierda el deseo incontrolable de verse. Noticia de último minuto para lxs guionistas del cine mexicano: las orillas existen y, con ellas, nosotras. 

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Arantxa Luna (Estado de México, 1990). Guionista y crítica de cine. Escribo historias para conocerme. Desmonto imágenes para dudar. Estudio sobre feminicidios y desaparición forzada. La luz de mi vida son Guilhem, Dominga, Capu, Membrillo y Lenu.

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