Por Karime Rajme
En una época,
sólo la certeza me daba
alegría. Imagínense…
la certeza, una cosa muerta.
Louise Glück, poeta estadounidense
Ni toda la luz del mundo nos otorgaría todas las certezas, al contrario, nos cegaría. La luz sólo empieza a cobrar sus matices y formas cuando contrasta con lo oscuro, cuando algo se le pone de frente (el cuerpo, la materia) e impide su paso impoluto. El filósofo francés Georges Bataille hablaba de la discontinuidad del mundo; de la imposibilidad de hallar en lo que nos rodea algo de certeza, alguna experiencia que permaneciera a pesar del cambio. Para Bataille la continuidad es apenas un destello en nuestra vida que se expresa por momentos, entre ellos la pequeña muerte del acto erótico. En la religión católica esta idea de continuidad y de eternidad está expresada en Dios, en lo divino. El mundo también se percibe desde la religión como corrupto, engañoso; un lugar donde no podremos nunca conocer verdaderamente los designios divinos. Y sin embargo, a pesar de las limitaciones, la religión cobra sentido sólo en lo mundano, se vuelve real en la medida que se vuelve tangible en sus símbolos, sus historias, sus representaciones y milagros. Aprehender la luz es entonces un acto de contraste, pues solamente allí se vuelve perceptible.
El director holandés Paul Verhoeven se desenvuelve desde ese lugar de tensión que generan los contrapuntos. No por nada es bien conocido por su exageración y socarronería que incomoda y descoloca, volviéndose él mismo un director querido y despreciado. El contraste es en su trabajo una marca y sabe muy bien cómo utilizarlo, pues más allá del morbo y de la provocación, detona una sensación de ambigüedad a partir de lo que aparentemente está contrapuesto, volviendo los polos más bien difícilmente discernibles. Así, en su más reciente película, Benedetta (2021), Verhoeven busca generar cuestionamientos a partir de un terreno difícil y controvertido: el de la fe. Retomando la investigación de la académica Judith C. Brown Afectos vergonzosos: Sor Benedetta: Entre santa y lesbiana (1986), quien recupera de los archivos de Florencia la investigación hecha a Sor Benedetta Carlini por actos de herejía, posesión demoníaca y ante todo por involucrarse en actos de placer carnal con una novicia; Verhoeven encuentra la historia perfecta, que desde sus palabras más simples desencadena un enfrentamiento y un choque: monja lesbiana. Esta historia solamente podía dar lugar a los binomios y sus juegos; entonces Verhoeven narra el placer y el dolor, la fe y el erotismo, el poder y la desesperanza, el bien y el mal, la realidad y el engaño; y todos los puntos medios y mezclas entre esas conjunciones.
Benedetta es un ejercicio de mundanización de lo divino, no un intento de crítica frontal o un intento de destrucción de la fe, sino una exploración de los alcances de la fuerza de la creencia y el acercamiento más palpable y más sucio de las historias a través de las cuales se ha edificado la religión y los preceptos que nos parecen inamovibles. Como espectadoras la cinta nos sitúa desde una perspectiva similar a la de una contratapa de la Historia; así entramos a la convención de estar situadas en una época distinta y en un contexto particular (Pescia, un pueblo italiano amenazado por un brote de peste bubónica durante la época del Renacimiento Italiano y la Contrarreforma), pero sin caer en lo lejano, lo duro y lo solemne que muchas veces implica mirar en retrospectiva. De hecho, la recuperación del cuerpo, incluso en su sentido más escatológico, y la evidencia del humor, a través de los diálogos y escenas de trances divinos que rozan en el mal gusto y la sobreutilización de recursos visuales, nos devuelven una familiaridad que nos hace interactuar en nuestra propia risa e incomodidad. Vemos en pantalla a las protagonistas compartir una conversación mientras hacen sus necesidades en una letrina, presenciamos un acto callejero que divierte a través de las flatulencias y escuchamos gritos agónicos de terror, placer y dolor. Otro recurso que hace escapar a la obra de lugares convencionales es la manera en la que se muestra el artificio y el engaño.
Desde las primeras tomas se nos presentan dos escenificaciones; una de carácter popular y burlón y la otra una representación eclesiástica, que es de hecho el lugar donde sucede la primera revelación que Dios le hace a Benedetta (Virginie Efira). La puesta en escena y la manipulación que implica ésta cobra relevancia en un paralelismo que va construyendo al propio personaje de Benedetta. Benedetta hará del pueblo de Pescia su propio escenario para restaurar una fe que parece no tener sentido ni institucionalmente, ni popularmente, en medio de una plaga que parece irrefrenable. Entonces el artificio y el engaño son elementos que no se juegan a manera de valores morales, sino como recursos, incluso utilizados en la interacción con el espectador, para dotar de complejidad y volatilidad a la personaje y hacer de la película una representación abierta a las preguntas. El artificio en conjunto con el imaginario bíblico y de los símbolos religiosos le permitirán a Benedetta construirse a sí misma alrededor de su mundo de fe y a su vez perseguir su deseo carnal al convencerse que éste mismo es un acto divino.

El personaje más fervoroso se vuelve también el personaje más maquiavélico, sugiriendo que los lugares fáciles entre la bondad y la maldad tampoco existen y que la contradicción entre la creencia y los actos más mundanos de poder son perfectamente compatibles. Benedetta rompe con la consistencia psicológica y de carácter a la que se someten personajes que trascendieron como mártires o Santas de la iglesia, por ejemplo, podemos apreciar estas otras representaciones en algunas adaptaciones de la vida de Juana de Arco o en la película Visión: La historia de Hildegard von Bingen (2009) de la directora Margarethe von Trotta, en la cual, a pesar de la semejanza de tratar las dificultades de la vida de una religiosa y una Santa, no nos cabe duda como espectadores del carácter moral y las intenciones de la personaje. Sin embargo; la ruptura con este tipo de representaciones cobra relevancia por encima de las figuras religiosas, ya que de hecho hemos sido habituados narrativamente a las biografías de personas que por sus actos o vidas son retratadas con devoción y casi sin ningún defecto; personajes que aún bajo las dramáticas circunstancias de sus vidas, que superan o no, siempre retienen una fortaleza sobrenatural y ecuanimidad. Entonces nos generamos esas falsas congruencias entre lo que es concretamente bueno y El Bien y las extendemos hacia sitios que por su relevancia social nos parecen tener el mismo carácter incuestionable de lo extraordinariamente bueno. Nos genera un conflicto mirar la vida de un revolucionario sinvergüenza, o un intelectual insensible, o una Santa lujuriosa.
Durante toda la película y más aún hacia el final, conforme la duda sobre las palabras y visiones de Benedetta va creciendo, se vuelve difícil tomar una postura. En contraposición a los designios divinos que se juegan en los terrenos de la verdad, realmente se demuestra que la única manera de percibir la fe es más bien generándola; viviéndola. Después de todo la doctrina no solamente se ha servido de palabras para llegar a sus feligreses; las construcciones alrededor de la religión son propiamente performativas, desde las reliquias que adquieren las virtudes y el poder de la santidad, hasta las obleas y el vino ceremoniales que son, a pesar de su aparente simpleza, el cuerpo y la sangre de Cristo. Además la vida de los Santos y los mártires nos demuestran precisamente que la fe es un constante acto de creación a través del tiempo. En Benedetta (2021) el símbolo máximo de esta reinterpretación y recreación de la fe se halla en la escandalosa figura de un juguete sexual tallado en la misma madera que la imagen de la Virgen María. Este nuevo elemento se presenta como un resumen iconográfico de la película: la convivencia indisoluble entre lo divino y lo terrenal, entre lo etéreo y lo más carnal. Las realidades divinas no se sitúan en un sitio fuera de la Tierra, sino que se presentan como una extensión de los sucesos que en ella acontecen. No hay entonces una fe y una historia que no esté manchada y entintada de la más banal de las realidades.

Verhoeven nos entrega una figura contestataria y rupturista que no empatiza con las espectadoras, nos entrega también un acceso distinto a la fe y un lugar más palpable y sensorial de los alcances que tienen los símbolos y las ideas. A su vez, desestabiliza la rigidez religiosa haciendo de las premisas divinas más bien actos narrativos que cobran forma a través de las circunstancias que las generan y los personajes que deciden abrazarlas. La fe se vuelve un acto creativo en el sentido de que no puede prescindir de las manos que la moldean y disponen. Como percibía Bataille: fuera de lo concreto lo único que permanece es la muerte; para acceder a aquello que está más allá de la experiencia de la realidad, a aquello que nos desborda, cabe el placer y el dolor, que en realidad forman parte de un mismo movimiento y que son, después de todo, sensaciones que comienzan en el cuerpo.
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Karime Rajme. Es originaria de la Ciudad de México, aunque a veces desearía poder desarraigarse y vivir en muchos lugares. Estudió Filosofía, pero decidió buscar refugio en el cine y la literatura. Apuesta por los proyectos independientes donde las artes se abran a un espacio de diálogo y convivencia, por ello comparte cine con sus amigas en la página Cinefolio. Le interesa el cine de archivo y el cine político latinoamericano. Es adicta a los cineclubes y fan de las invitaciones esporádicas al cine.