Así no se hace

Por Arantxa Luna

Demasiados “Así no se hace” en mi vida estudiantil me convencieron de que no era capaz de estar en un set. Nadie esperaba nunca nada de nosotras, las guionistas. “¿Saben qué es un encuadre? ¿Sí saben qué es un eje? ¿Cómo se hace un llamado? ¿Saben lo que es un llamado?” Y la verdad es que pocas sabíamos cómo contestar con exactitud a esas preguntas: de alguna manera lo sabíamos, no en el saber que se espera, pero al final del día era nuestra intuición la que resolvía y colocaba la mirada detrás de la cámara. Nuestra especialidad era (es) la parte más baja de la “pirámide del éxito” cinematográfico: guionistas y mujeres, fórmula difícil. 

Curiosamente, los mejores ejercicios cinematográficos que vi eran de nosotras, las guionistas, aunque jamás se articulara en voz alta. 

Despacio, a mis tiempos, he tratado de sacudirme los regaños burdos, las burlas, la vertiginosa velocidad de un supuesto saber absoluto que alimentó la duda constante sobre qué tan genuina era mi relación con el cine. Y es que Godard, Pasolini, Cuarón, Hitchcock, Almodóvar, Lynch, Bergman… Ninguno de ellos parecía equivocarse, al contrario, siempre los recordamos como los hombres seguros, dueños de su película y que, cuando no era (es) así, todo queda oculto en rabietas disfrazadas de genialidad. 

Poco, o nada, se cuenta sobre la imperfección que puede y debe tener cabida en el cine. Nos han enseñado que está rodeado, como el set o la filmación, de un aura de aplastante perfección. El máximo referente es hacer un cine del no error. Las experiencias vividas antes de la proyección son invisibles. 

La fantasía de salir corriendo

Entonces, un día, Ale me dijo que sería su segunda asistente de dirección. Boca seca, corazón palpitante, vacío en el estómago. ¿Sería lo suficientemente perfecta? ¿Qué pasaría si me equivocaba? “Ale, no tengo experiencia”. “Ale, yo sólo conozco las formas como no deben hacerse.” “Ale, la voy a cagar.” “Ale, yo soy guionista.” 

Recuerdo mi primer día en la oficina de pre-producción: sentada, con tres cubrebocas, una botella de gel antibacterial, mi computadora y mis ganas de vomitar. Mientras mi cabeza fantaseaba con salir corriendo, llegó Male, la primerísima asistente de dirección, una hermana mayor durante los meses venideros.  

Organiza, escribe, contacta, agenda, programa, busca… Las primeras llamadas con lxs RP, con las actrices, con los actores, escuchando la labor titánica que hacían Sofi (Sofía Torres) y Karla (Karla Hernández) para celebrar las victorias sobre el presupuesto. Male, con su paciencia infinita, compartiéndome directrices, platicando en su carro, en la comida, conociéndonos poco a poco, aprendiendo de sus historias en publicidad y cine, abrazando y ofreciendo silencios en los momentos duros, en los que la tristeza se hizo presente. 

Después de un tiempo, la oficina de preproducción ya no me parecía tan amenazadora, pero llegó el viaje a Monterrey, a Linares, a Sabinas. Mi primer día en el rancho fue imponente, una emoción desbordada a 40 grados centígrados. Decenas de personas trabajando por un mismo propósito. Un panal de hormigas en el que esperaba no arruinar nada. De noche, al final del llamado, rumbo a nuestros hospedajes en Linares, recuerdo ver a Male escribiendo la leyenda “1/X”. El día 1. El primero de muchos más. 

No iba a menstruar, sólo necesitaba hablar

Quienes me conocen saben que soy una persona que prefiere el silencio sobre cualquier cosa. El silencio está infravalorado. Por momentos sentía que no encajaba del todo con la energía del set, con la de las actrices y actores, tampoco con mis compañerxs. Me pesaba mucho ser “la nueva” en medio de un grupo de profesionales que filmaban su película unmillón. ¿Me equivoqué? Muchísimo. El ritmo y la velocidad entre escenas me ganaban. La confusión. Los horarios. Los cambios. Correr y correr de un lado a otro. No dejar que nadie bajo mi cargo muriera en el clima norestense. No quería que mis errores entorpecieran el trabajo de los demás. Una noche (más bien madrugada), después del llamado, le marqué a Rafael y con la voz entrecortada le dije que no sabía muy bien qué estaba haciendo, que sentía que todo se me iba de las manos.  

Unos días después, con un ambiente enrarecido, hablé con Abi, la supervisora de vestuario. Fue un rant emocional en donde procuré no llorar (tienes que ser fuerte *inserte risas grabadas*). Le dije que nuestra vida ya era lo suficientemente miserable con el maldito calor que no daba tregua, ¿por qué tendríamos que hacernos la vida más complicada entre nosotras? Abi guardó silencio y se fue. Sentí un peso menos, pero también pensé: “Mierda, seguro me va a bajar, ¿para qué dije todo esto”. Y no, no fue mi menstruación. Sólo era yo, la Arantxa de siempre, pero haciendo lo que menos hace: hablar. 

No puedo dar una consecución de lo que pasó después, pero a partir de ese día, la vida sí fue más ligera. Y aunque siempre preferiré el silencio, poder hablar con todxs desde la cordialidad, la broma, la genuina curiosidad me sostuvo. Gracias a Marlenee, a Karlita Luna y a Luis por recibirme en maquillaje, en el privilegio del aire acondicionado; gracias a Abi, a Alexis, a Amanda, a Talia por los cigarros, por quitarme los aguijones de abeja, por los chismes del cine, el baile, la risa intensa. 

Elena Garro y la casa en Linares

En el centro de la ciudad, desapercibida junto a una tienda de pinturas, está la casita de Linares, el escenario de la pijamada eterna. Una parte del equipo, mujeres en su mayoría, vivimos un mes en esa vieja casona, con aire acondicionado, mecedoras en los corredores, una cocina con refrigerador, un jardín y una fuente. Sin duda, la envidia de toda la producción. Había días en que Talía preparaba el mejor guacamole que he probado en mi vida, Abi hacía menú vegetariano, Alexis me contrabandeaba el café, luego había sesiones de uñas y maquillaje con Marlenee y Karlita, y, si el sol era clemente, visitábamos los lugares ilustres de Linares. Juntas o separadas, pero siempre con la sensación de que había alguien esperándote en casa. 

Sofi, Vivi y Ana Lucía hicieron de esa casa un pequeño sustituto del hogar. Comimos helado de mandarina, bebimos chela, fumamos, anduvimos en calzones. Un día, después de pasear por Linares, encontré sobre mi cama un libro de Elena Garro, regalo de Ana Lucía después de haber platicado sobre esa maravillosa mujer y el trabajo que hacía Ana Lucía como profesora de literatura. Ese día sentí un abrazo profundo, uno que se colaba a pesar de los bomberazos, a pesar de las cosas que se tenían que resolver sobre la marcha, y de los inevitables malos días. 

De alguna manera, aunque filmar pueda parecer que nos suspendemos en el tiempo, todas cargamos con nuestras propias historias. Hay una vida que sigue allá afuera y que, de cierta forma, impregna lo que hacemos en el set, en tiempo real, corriendo, sudando, resolviendo cosas para que funcione esa otra historia de la ficción. Por eso nos enojamos, nos enamoramos, nos reímos y experimentamos tantas emociones ahí, en el rodaje. Quizá sólo sea cuestión de navegar en esos sentimientos de forma amorosa y con respeto hacia la otredad. 

El “Corte a llorar”

Hace unos días llegó a mi timeline un tuit que decía: “SIEMPRE en una producción vas a tener UNA LLORADOTA, y luego a seguirle”. No era la primera vez que leía algo parecido, a veces, durante la filmación, hacíamos el chiste del “Corte a llorar”, la diferencia es que cuando lo decíamos, de alguna manera quedaba implícito que no sólo serías tú la persona que lloraría, escondida detrás de los camerinos, sino que era un llanto colectivo, un sentimiento que nos atravesaba a todas. 

Mi LLORADOTA fue en los últimos días de filmación en Linares. Era un día enorme, que requería una capacidad de control inmensa por el número de personajes y extras, casi todos hombres. El vértigo. Había pasado menos de una hora y, sin mayor aviso, mis manos comenzaron a temblar, casi de inmediato vino el mareo y las náuseas. Fue un golpe frontal a mi cuerpo, sin tregua. Mi mente deambuló por la angustia y la culpa. Ese era un día importante, no podía pasarme esto, pero luego vino la imposibilidad de respirar y el llanto incontenible. Mi cuerpo se partió en dos: el consciente no podía parar y sostener al inconsciente. Como pude, caminé hacia los camerinos y alguien del equipo de cocina me vio tan mal que llamó a Ana Lucía, que estaba cerca. 

Mi cuerpo consciente supo que el TEPT (Trastorno de Estrés Postraumático) hacía un horrible acto de presencia, y también que ese día no llevaba conmigo mis medicamentos. Una de las cosas que he revisitado en terapia es mi relación física y emocional con los hombres como figuras detonadoras de eventos traumáticos de mi pasado. Pero no era capaz de explicar todo esto, racional y científico, entre el llanto incontenible. Ana Lucía y Karla lo entendieron de alguna forma. Me llevaron a las camionetas y regresé a Linares. Ahí me recibió Sofi, tomé mis medicamentos y dormí todo el día. 

Cuando desperté, sentía vergüenza y el doble de culpa. Recordé los “Así no hace”. Así no hace una profesional, ¿dejar el set?, ¿llorar?, ¿sentirse mal? Male me marcó, Ale me escribió. Sus palabras fueron cálidas, conscientes de que todas tenemos heridas emocionales, viejas, latentes, que no desaparecen mágicamente durante una filmación. 

Mis roomies me abrazaron, respetuosas de mi silencio y de mis lágrimas. Al otro día, en el set, me sorprendió el cariño que me recibió, “¿estás bien?”, “¿estás mejor?”, “¿cómo te sientes?” Incluso los “No le saque, morra” abrazaron el alma quebrada. 

Llorar en el set. Llorar porque se puede y se debe, porque a veces es necesario. El llanto como estrategia antipedagógica de un espacio impregnado de prácticas patriarcales: el cine, la filmación, el set. 

La última parte de la filmación ocurrió en Sabinas, un municipio de Nuevo León que es atravesado por una carretera frecuentada por vehículos que van y vienen de Estados Unidos. Como en Linares, filmábamos en un rancho y nos hospedábamos en otro lugar. Nos quedamos en uno de los pocos hoteles que había en la ciudad, justo a la orilla de esa carretera. No había mucho margen de movilidad y en las tardes, en los días de descanso o después de los llamados, subíamos a la azotea del hotel y ahí reíamos, bailábamos, nos tirábamos en el suelo para ver los imponentes atardeceres escondidos detrás de espectaculares y edificios abandonados. 

En una de esas tardes, entre una de las pláticas casuales, Ale me contó por qué quiso que estuviera ahí, como la novel segunda asistente de dirección. No fue una conversación poética ni mística entre nosotras, más bien diré que para ella era importante que una guionista conociera la furia del set. Así de simple, pero así de poderoso. Luego yo le dije que jamás quería estar de nuevo en un set y nos reímos.  

En este texto no voy a decir que fue una filmación perfecta. Lo fue con sus imperfecciones y sus carencias. Muchas veces vi dudar a Ale, a Male, a Clau, a Karla, a muchxs más del equipo. Enunciar la duda y el miedo es importante; encontrar caminos para atravesarlos lo es más. 

Presenciar el nacimiento de El norte sobre el vacío materializó mi idea de un set en donde tienen cabida el pensamiento, las emociones de un grupo de seres humanos que, sin importar que sea su película unmillón, deja un pedacito de su ser; un espacio de trabajo en donde tiene cabida el “Así no se hace”, pero también el “yo te explico, yo te comparto, yo te enseño”. 

El norte nos abrazó en el vacío, pero también cuando nos desbordamos en el disfrute. 

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Arantxa Luna (Estado de México, 1990). Guionista y crítica de cine.

Escribo historias para conocerme.

Desmonto imágenes para dudar. Estudio sobre feminicidios y desaparición forzada.

La luz de mi vida son Guilhem, Dominga, Capu, Membrillo y Lenu.

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