Por Natalia Beristain
Vuelvo de una semana de scoutings largos. Días de más de 12 horas de trabajo. Carreteras. Sol. Mucho sol. Demasiado de ese sol que pica en la piel. Más de ocho horas de camino para volver a casa. Me duelen los pies. Tengo la piel reseca. Quiero darme un baño y meterme a la cama. Ponerme una mascarilla, ver una serie. Dormir horas y horas.
La semana que viene, y las que le siguen serán así o más intensas. Se acerca la fecha para que arranque el rodaje de mi próximo proyecto. Estoy profundamente emocionada y también, agotada.
Pienso en todo esto mientras camino por el pasillo central que lleva a mi casa. Abro la puerta. Entro, aviento la mochila, tomo un poco de agua y me siento a quitarme los zapatos. No he terminado de retirar la segunda pesada y polvorienta bota cuando ya los ojos se me cierran. Recargo mi cabeza en el respaldo del sillón. Mi boca se abre y mi respiración se vuelve pesada muy pronto. Siento como el cansancio comienza a salir de mi cuerpo con cada respiración cuando el timbre de mi casa suena. Me levanto de golpe, casi asustada por el sonido. Malhumorada voy hacia la entrada. Una sonrisa chimuela, de 1.20 metros de estatura, diadema roja, falda de flores, camiseta de unicornio y chamarra de estrellas me recibe del otro lado de la puerta. Difícil no sonreír de vuelta ante tal despliegue de estilo.
«Hola, mamá» me dice mi hija mientras entra y su padre termina de entregarme las cosas que van y vienen cada semana entre casa y casa para que nuestra hija pueda tener todo a la mano para sus clases a distancia.
Nunca me imaginé como mamá. Mucho menos me imaginé moldeando mis horarios de trabajo y los planes de trabajo de mis rodajes para poder estar el mayor tiempo posible con mi hija.
Durante mis meses de embarazo no paré de trabajar; me entró un frenesí, casi esquizofrénico, por abarcar la mayor cantidad de proyectos posibles. No quería perderme de nada, no quería que la gente dejara de escuchar mi nombre y pensara que debido a mi embarazo me había mudado ya a la fila de las mujeres que dejaron todo cuando se convirtieron en mamás. Me tomaría un año sabático pensaba, no más. Así, como la hormiga que se prepara para los duros meses de invierno, yo pretendía trabajar por todos los meses que estaría en inactividad laboral por mi maternidad. Luego mi hija nació y a los cinco meses de parir ya estaba yo con ella en brazos filmando un cortometraje.
Tenía planeado, también, lactar doce meses. No lo logré. A los diez meses empecé a bajar las tomas gradualmente, para finalmente parar de amamantar a mi hija para el arranque de mi segunda película. Recuerdo que la última vez que la amamanté fue la noche justo antes de comenzar a filmar. Estábamos las dos en su cuarto y mientras ella se alimentaba yo le acariciaba la cabeza y le explicaba que ésta sería nuestra última toma. Que mamá tenía por delante un proyecto que le emocionaba mucho, pero que también me significaría estar fuera todo el día y cargando con un estrés a cuestas que no me interesaba transmitirle de ninguna manera.
Fui profundamente feliz en ese rodaje. Fue gozoso y enriquecedor y no me arrepiento ni me culpo de no haber logrado cumplir mi meta de amamantar los meses que tenía planeado a mi hija. Esa es una de las cosas que aprendí con la maternidad, y que le ha servido mucho también para mi yo directora: nunca nada sale como lo planeas. Hay que estar abiertas a la improvisación; a saber trabajar con lo que hay. A no forzar las cosas solo por una construcción en tu cabeza.
La maternidad también me ha enseñado que para ser la mejor mamá que puedo ser para mi hija tengo que aprender a hacer convivir los distintos ejes que me conforman como mujer. En mi caso, estos ejes giran alrededor del ser mamá, ser cineasta, ser pareja, ser hija y hermana, ser amiga y ser yo conmigo y nadie más. Sin ningún orden ni peso en particular, pero esos son los ejes que me atraviesan en mi cotidianidad y son a su vez los ejes que me sostienen.
Yo no habría logrado dirigir un corto documental y colaborar como directora en seis distintas series de televisión en los últimos 4 años y estar a punto de arrancar a filmar mi próxima película sino fuera por la red que nos sostiene y acompaña a mi y a mi hija. Yo sé que puedo irme a filmar tranquilamente y con la cabeza y corazón puestos en mi trabajo porque entre el padre de mi hija y yo nos coordinamos para apoyarnos durante las fechas complicadas de cada unx. Y a su vez, cada uno de nosotrxs recurre a la ayuda de lxs abuelxs, familias, parejas, amigxs y trabajadoras del hogar de las respectivas casas para lograr malabarear nuestros proyectos con nuestras matero-paternidades.
Y he aquí otra de las enseñanzas que ser mamá me ha dejado hasta ahora, y que también aplica en mi realidad como directora: Yo soy la mamá de Jacinta, pero mi maternidad si bien es mía, está acompañada y profundizada gracias a aquellxs que me rodean.
Mis películas son mías, yo las gesto, las ideo y las busco realizar. Pero también son de mi equipo. Son sobre todo gracias al equipo que trabajó en ellas y son, también, las cabezas y corazones de cada unx de ellxs los que finalmente harán que la película termine siendo lo que es.
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Natalia Beristain (Ciudad de México, 1981) es egresada cum laude del Centro de Capacitación Cinematográfica, en la especialidad de realización. No quiero dormir sola es su ópera prima; en el 2018 Los Adioses es nominada a 8 premios de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de México; en 2019 dirigió el corto documental NOSOTRAS, sobre violencia de género y feminicidios en México para la plataforma de El Día Después. Actualmente se encuentra preparando su tercer largometraje: RUIDO.